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RELATOS ANTÁRTICOS 8

















A medida en que nos fuimos adentrando hacia el sur a la vera de la península, las distancias y las horas de navegación que nos llevaba recorrerlas comenzaron a desdibujarse. Las largas horas de luz desorientaban, dando la sensación de que el trayecto transcurría por fuera del curso temporal de las cosas.

Otra vivencia particular del viaje estaba relacionada con el hecho de que en esta zona de Antártida conviven muy cercanas entre sí delegaciones de diferentes países, lo que permite conocer las bases de diversas naciones en un lapso breve de territorio. Después de nuestra visita a Melchior íbamos a acercarnos todavía a varias bases; llegaríamos hasta la argentina Brawn, de la que muy cerca se encuentra González Videla, base chilena. Y unos días más tarde conoceríamos también la inglesa Puerto Lockroy, y la ucraniana Vernadsky.

Las aguas costeras que navegábamos, casi siempre tranquilas y protegidas, nos permitían permanecer largas horas en la cubierta, mirando cambiar el paisaje. Desde el Estrecho Gerlache pasamos el día avistando la Costa de Danco, de cimas heladas ocultas tras un estrato de nubes muy bajo.

El oleaje fue disminuyendo poco a poco a medida que entramos en la Bahía Paraíso, hasta que nos encontramos navegando a través de un espejo de agua de un color ámbar sobrenatural. La tarde, especialmente fría y silenciosa, se fue aquietando de tal forma que el espacio de la gran bahía parecía suspendido en el tiempo. Las formas de los témpanos y sus reflejos perfectos en el agua quieta, evolucionaban a medida que avanzábamos en un rumbo que describía curvas entre el hielo, dando la ilusión de que nos desplazábamos por dentro de un gigantesco caleidoscopio de formas cristalinas.

A estribor el horizonte se mostraba luminoso; los destellos del campo helado provocaban un particular resplandor en las nubes, muy bajas por el frío, conocido como iceblink, o parpadeo de hielo. Para los navegantes de latitudes polares, este tipo de luz es señal de que la banquisa de hielo flotante cerrará el paso en esa dirección. Al contrario, el cielo oscuro por la ausencia de estos reflejos, o cielo de agua, muestra una zona de mar abierto y navegable.

Bajo el agua, las corrientes, silenciosamente tallaban el hielo. Envuelto en su aura de luz turquesa, un témpano que lentamente había ido cambiando de forma, giraba al ver modificado su punto de equilibrio, y dejaba al descubierto parte de su superficie antes sumergida. Era entonces cuando se dejaban ver las esculturas celestes modeladas por los dedos del mar.

Vimos hielos transparentes, muy antiguos, que encerraban el agua de hace miles de años. También vimos témpanos que, como enormes cristales, captaban la luz del día y la proyectaban bajo la superficie, creándose la ilusión de que el mar era iluminado desde las profundidades.

Durante las cortas noches, como si el hielo hubiese atesorado esta luz en su interior, fosforescía de celeste muy suave. El mar estaba tan calmo, el cielo se reflejaba tan intensamente en el agua, que la superficie se perdía de vista… parecía que habíamos levantado un lento vuelo…




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