CABO DE HORNOS 6
DE REGRESO HACIA EL NORTE
Desde siempre me atrae la imagen del mar cuando es alcanzado por una tempestad. La orilla es para mí un lugar de observatorio, desde donde disfruto especialmente ver llegar desde el sur los cielos oscurecidos por los frentes de tormenta, transformándolo todo a su paso, el aire frío, como un visitante de zonas polares, barriendo las olas repentinamente y haciendo crecer al mar…
Ahora estoy en el lugar donde termina la última orilla y se abre el océano. Los vientos llegan a estas islas de roca que asoman, y que son las cimas visibles de un paisaje submarino de altísimas montañas sumergidas, después de circunnavegar la Antártida por un mar infinito…
Ya subíamos nuevamente hacia el norte, la tormenta seguía creciendo, por lo que tendríamos que volver a buscar refugio entre las montañas. Surgía, en distintas direcciones y rodeada de un violento oleaje, la visión de formaciones de piedra contra las que chocaba el mar. En algunos tramos, quedábamos a sotavento de alguna de estas islas, y eso aliviaba un poco el movimiento que castigaba al barco, pero siempre veíamos más adelante cómo volvía a arreciar el viento.
Volver a Caleta Maxwell, el fondeadero más protegido de la zona, sería difícil; el vendaval que llegaba al archipiélago desde el sudoeste entraba por el paso que debíamos retomar para ir allí, y ese rumbo nos obligaría a navegar proa a la tempestad. Seguimos entonces unas millas más al norte, hacia Caleta Martial. Ya no era posible salir a la cubierta, el agua la barría completamente, y poco se veía desde la timonera; daba la impresión de que navegábamos por una franja en la que el mar y la superficie se mezclaban, tal era el viento que arrastraba a las olas de un verde casi negro de tan profundo. Avanzábamos rasgando esta zona en la que viento y mar eran lo mismo; en los breves intervalos que dejaba el embate del oleaje pasando, la imagen sobrenatural de la tormenta…
Nos acercamos por fin a la boca de la caleta. Atravesando la marejada oscura, y con mucha corriente en contra, el barco va entrando a una bahía desde donde se llega a ver una pequeña playa cerca de la que fondearemos. Jorge me cuenta que una vez, hace ya años, encontró allí descansando a una pareja de pingüinos rey. Este lugar no es tan reparado como hubiésemos necesitado, la orografía de la isla es baja; la tempestad llega a pasar por sobre ella y alcanza el interior. Finalmente, cuando ya creíamos haber llegado a refugio, el vendaval consigue desprender el ancla y comenzamos a movernos otra vez.
Es impresionante ver cómo este sólido barco de hierro de sesenta pies, concebido para navegar con seguridad en aguas de latitudes extremas, es arrastrado por violentas rachas que lo hacen caer a una y a otra banda como si se tratase de algo muy liviano… estamos flameando... Mientras tanto se seguían intentando en vano las maniobras de fondeo; con mucha dificultad se podía orientar el barco proa al viento, y no bien tomaba el ancla al fondo, el vendaval la arrancaba nuevamente haciéndonos garrear una y otra vez.
El capitán decide volver a salir. Navegaremos toda la noche hacia el norte, con el temporal…
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