CABO DE HORNOS 7
LA VOZ DEL MAR.
Hay anocheceres de otoño en la costa bonaerense, cuando las primeras tormentas comienzan a llegar desde el sur, en que el microcosmos de mi mesa de pintar es alcanzado por los sonidos de un lejano oleaje creciendo. Entre los momentos más hermosos que conozco están estas tardes de trabajo junto al mar, cuando el agua y el frío golpeando contra las ventanas obliga a cerrar bien persianas y cortinas, y aun así, con la tempestad barriendo la orilla, la música de la rompiente permanece siempre presente, e invade el pequeño espacio de mi taller, que entonces parece comenzar a navegar…
Con la rotación al sur del viento, el paisaje se transfigura, y surgen, de entre las imágenes infinitas del mar, aquellas que hablan de un remoto océano austral. Aquel gélido mar sumergido en la oscuridad durante el invierno, es visitado a su vez por luces polares. Las auroras son energías que provienen del sol, llegando a la tierra después de un inmenso viaje, y colándose a nuestra atmósfera por los polos sur y norte magnéticos; allí se transforman en púrpuras y verdes iridiscentes, visibles desde la superficie del océano durante una noche que dura varios meses. Sus imágenes se asemejan a una escritura luminosa en movimiento, pero el mensaje que esta escritura encierra es un misterio.
En aquella tormentosa noche de navegación durante la que dejábamos atrás al Cabo de Hornos, atravesando el casco del barco se hacía oír la voz de la tempestad, también indescifrable e inquietante…
Bien atada y trabada contra la mampara de la cucheta, respiraba despacio para relajar la tensión que me invadía el cuerpo y el ánimo; ahora experimentaba la visión de la tormenta desde su interior, ya no como un paisaje remoto e irreal, apenas vislumbrado, llegando a la costa bajo la forma de imágenes semejantes a un eco de la violencia oculta dentro del viento. Desde la cabina, que navegaba un espacio sumergido en energías sobrenaturales para la escala humana, la del vendaval potenciado a través de su eterno camino alrededor del planeta y de todos los océanos, se percibía esa gigantesca fuerza.
Horas más tarde, por la mañana de un día de luz muy brillante, ya amarrados en la seguridad de una boya destinada a los barcos de pescadores de Puerto Toro, el primer poblado de la Isla Navarino, tuvimos tiempo de descansar de ese último tramo tan intenso, mientras nos llegaban por radio las noticias sobre el cierre de todos los puertos de la zona a causa del mal tiempo. Nos quedaríamos allí durante dos días, a la espera de que terminaran de alejarse los vientos.
Mientras navegábamos de regreso por el Beagle, todavía me invadía una cierta sensación de irrealidad, la conmoción de la tempestad. Rememoraba una y otra vez la visión del mar que habíamos atravesado, y desde la cubierta del barco miraba como al ir disminuyendo el movimiento del viento que formaba las olas, las aguas del canal se transformaban silenciosamente en un espejo donde montañas y cielo aparecían como difuminadas en una inmóvil imagen de cristal.
En esta navegación a través del Beagle en calma, como suspendida sobre la superficie de un mar que reflejaba los celestes y violáceos muy pálidos del cielo, la atmósfera era tan diáfana que parecía estar conformada por distintas capas de formas muy leves y transparentes que se superponían entre sí. Al cabo de varias horas de un lento e hipnótico movimiento de las laderas y de las cimas nevadas que se deslizaban a los costados del barco, la imagen que mostraba el cielo comenzó a volverse cada vez más sugerente, como abierta… En el tornasol de colores tenues reflejándose en el mar, empezó a insinuarse también un movimiento… o quizás era nuestro propio desplazamiento el que generaba la ilusión… en algunas de las capas de estas transparencias que componían el cielo, comenzaron a aparecer, como en un sueño, formas que evocaban las de las auroras polares recorriendo en secreto el océano.
Sobre el mar austral, cuando la luz del verano vela las energías llegadas del espacio, existe, ahora lo sé, un paisaje bañado en auroras invisibles.
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