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RELATOS ANTÁRTICOS 13














Cuando el océano se va sumergiendo en el invierno, a orillas del mar argentino llegan ecos de la Antártida. El aire helado que navega desde el sur, al avanzar sobre el mar, se condensa en nubes oscuras concentrándose cada vez más sobre sí mismas hasta transformarse en lluvia. Desde la playa se las puede ver viajar cerca del horizonte, en forma de pequeñas cortinas de agua, por momentos ocultando, por momentos develando un cielo celeste azufre, verdoso de frío, como teñido de noche en pleno día. Tras de sí, las nubes dejan estelas de pálidos arco iris fugaces que se diluyen rápidamente. Sombrías nubes de frío, como mensajes de zonas australes. Cerca de la orilla, el aire gélido y la débil luz del atardecer, producen reflejos color acero sobre el mar vidrioso. La superficie del agua, al recibir esta luz polar de aspecto cristalino, da la impresión de que podría quebrarse.


Mucho más al sur, en la noche antártica ya cerrándose, el mar descansa de su movimiento; se transforma durante el invierno en una misteriosa inmensidad de hielo. Sus olas quedan en suspenso hasta la próxima primavera y entran en un largo sueño. En medio del silencio y de la oscuridad, el aire enfriándose alrededor del hielo comienza a resplandecer bajo los rayos de auroras polares. La energía del sol, que no consigue llegar en forma de luz directa, se metamorfosea en apariciones luminosas, púrpuras y verdes iridiscentes desplazándose sobre la superficie de olas quietas e invisibles, revelando la forma del mar dormido.


Así como viajan los mensajes polares en forma de pulsos de aire frío, las auroras australes, como una música silenciosa venida desde fuera de nuestra atmósfera, parecen querer expresar también un mensaje en medio de la noche antártica. Como si fueran la escritura del infinito, sus extraños dibujos en forma de rayos difuminados por el frío, reverberan sobre el espejo del agua inmovilizada en hielo, o sobre la superficie del solitario mar a oscuras que rodea la extensión congelada. Son los únicos visitantes de este océano innavegable. Las luces aparecen primero sutilmente, apenas la insinuación de un resplandor. Con su ondulación, poco a poco van tomando fuerza hasta hacerse visibles. Finalmente, la aurora consigue brillar e iluminar el mar.


Miles de años atrás, algunos de estos mensajes luminosos de la noche llegaban ya a la superficie de los mares insondados. Cuando avanzaba el invierno, el agua, al transformarse en hielo, capturaba las palabras de esta luz en su interior, atesorándolas por algunos siglos. Durante ese tiempo, los fragmentos de mar congelado viajaban a ciegas a merced de corrientes nocturnas, para finalmente ser aprisionados a su vez por nuevo hielo formándose en las capas superiores. Con el paso de largos años, el hielo iba perdiendo su blancura invisible; se volvía completamente transparente y cristalino. Sin embargo no podía brillar, atrapado dentro de kilómetros de más hielo a su alrededor. Así pasaba algunos miles de años más, viajando en lo profundo del fluir de los glaciares.


Por fin, un día, el lento movimiento conduce el hielo atrapado nuevamente hacia la superficie. Sus destellos relucen por primera vez iluminados por los débiles rayos de sol del día polar. Desprendiéndose de la banquisa, el témpano comienza a navegar, y a la luz del verano, diluye al cabo de su viaje, el mensaje del cielo, en el mar.






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