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RELATOS ANTÁRTICOS 12














Dejábamos ya por la aleta las últimas estribaciones de las Shetland; sus montañas nevadas se diluían en la atmósfera diáfana de un día celeste, asemejándose a nubes blancas en el horizonte. Pasé esa mañana en la cubierta, tratando de atesorar lo mejor posible en la memoria el paisaje de las islas antárticas alejándose en el mar. Emprendíamos el regreso hacia el norte después de casi un mes de una navegación por mares que parecían haberse salido del tiempo.


Al día luminoso en que dejábamos el archipiélago le sucedió un atardecer más sombrío; el paisaje poco a poco se fue envolviendo en tonos brumosos. Ya en la cabina, me dejé mecer por la sensación de que el barco, a medida que navegaba hacia aguas abiertas, se iba transformando lentamente en una cuna que movían las olas.


Me encontraba mirando el mar en el que nos adentrábamos, sumergida en estas ensoñaciones, cuando vi aparecer recortada sobre el cielo blanquecino, una forma levemente más clara, pero nítidamente dibujada. Aunque todavía estaba lejos, teníamos un témpano a proa.


Pensamos que seguramente íbamos a dejarlo por una de las bandas a medida que nos acercáramos, pero para que esto pasara hubo que modificar levemente el rumbo. Un poco más tarde, y con el mar ya levantándose, tuvimos a estribor a este gigante viajero del mar.


El barco se hizo muy pequeño al acercarnos a la altísima pared de hielo, el iceberg se veía como una enorme isla, con acantilados que caían a pique desde muy alto, una isla fantasma que no existía en ninguna carta… viajando misteriosamente por el océano... a su alrededor rompían las crestas de olas oscuras.


Navegamos a los pies de sus paredes verticales, entre el movimiento del mar que empezaba a ponerse encrespado de espuma y un cielo que había ido cerrándose en gris de plomo. Junto a las laderas de hielo volaban pájaros blanquísimos, palomas y petreles antárticos. Parecían habitar a su reparo, acompañándola en su migración; sus alas, muy claras y brillantes bajo los resplandores del sol que furtivamente llegaban a iluminarlas, contrastaban con los acantilados bañados en penumbras. El iceberg medía cientos de metros, no supimos cuántos, pero estar a su sombra, envueltos en el oleaje que había ido embraveciéndose, helaba la sangre casi tanto como el aire polar. Tiempo después supimos que por esos días se había identificado un desprendimiento de la barrera de hielo, y un gran témpano tabular se desplazaba por la zona.




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